Impacto de la “influencia social” en los retos colectivos: depende, todo depende…

colectivo

Según Surowiecki, para que las multitudes sean sabias, debe haber “independencia” entre los participantes, que no se comuniquen entre sí para evitar que la “influencia social” contamine las opiniones individuales. Pero, ¿eso es siempre así?

El libro de James Surowiecki “Wisdom of Crowds”, publicado en 2004 y cuya versión en español lleva por título “Cien mejor que uno”, popularizó la idea de que los grupos pueden ser más inteligentes tomando decisiones que los individuos aislados, abriendo este tema al mundo de las organizaciones y la gestión empresarial. Su impacto fue tal que colonizó prácticamente toda la conversación sobre inteligencia colectiva hasta el punto de que hizo difícil hablar de ello desde una perspectiva diferente a la de Surowiecki. Todavía hoy encontramos muchísimos más registros en los buscadores de Internet por el término “sabiduría de las multitudes” que por “inteligencia colectiva”.   

Una idea recurrente de ese libro es que para que las multitudes sean sabias, tiene que haber “independencia” entre los participantes. Esto es, que no se comuniquen entre sí para evitar que la llamada “influencia social” contamine las opiniones individuales. En él se defiende sobre todo una inteligencia colectiva del tipo estadístico, que consiste en extraer los datos generados individualmente y procesarlos a través de promedios, algoritmos u otro mecanismo externo al grupo.

Para que se comprenda mejor esto, voy a usar dos ejemplos que propone Len Fisher, basados en experimentos personales, en los que el resultado acierta o falla según se cumpla o no el principio de independencia que defiende Surowiecki. En el primer caso, cuenta Fisher, preguntó en su pub sobre el número de piezas de regaliz bañadas de chocolate que había en un tarro pequeño, bajo la estricta indicación de que nadie podía desvelar su estimación a los demás. Participaron 20 personas, el rango de datos osciló entre 41 y 93, y el promedio fue de 60, siendo 61 el dato correcto. Ningún miembro del grupo predijo mejor que la media grupal, así que la inteligencia colectiva funcionó de modo perfecto. A la siguiente semana, preguntó lo mismo, con piezas de menta, pero permitiendo a los participantes que discutieran sus estimaciones individuales. Esta vez la dispersión entre las predicciones individuales fue mucho menor: entre 97 y 112, pero el dato correcto era 147, o sea, se equivocaron bastante. Como se ve, el “efecto social” de la interacción hizo que se perdiera varianza. Y al mismo tiempo, la influencia mutua -por la falta de independencia- redujo la diversidad haciendo que el grupo tendiera a un dato central erróneo o forzado por la información compartida.  

Desconfiar del intercambio (y de la “contaminación” de opiniones), como sugiere Surowiecki, tiene sentido pero solo para unos tipos específicos de retos. Esa tesis se ha generalizado en exceso hasta el punto de que hoy se use para devaluar las ventajas de la interacción social y los mecanismos deliberativos en situaciones que sí son ventajosos. En una charla de ETech (San Diego, 2005), el periodista norteamericano deslizó la típica idea que termina acaparando titulares y que se queda grabada en el imaginario de mucha gente: “cuanto más nos hablemos, más tontos es posible que nos volvamos”, y que cuando nos juntamos e interactuamos como grupo en busca de consenso, perdemos sofisticación e inteligencia. Aunque Surowiecki matizó después que los grupos terminan siendo menos inteligentes  “si hay una interacción del tipo incorrecto” -que es verdad – lo cierto es que gran mayoría de la gente se queda con la primera afirmación, que es radicalmente equivocada.

Preservar la independencia (= no interacción) entre los participantes es un consejo desafortunado si se quieren resolver problemas complejos, de índole cualitativa, donde es esencial que los participantes exploren e intercambien argumentos y nuevas piezas de información entre sí. En la colaboración puede haber mucho aprendizaje significativo que no se produce en absoluto cuando se evita la interacción. Por eso, una de las ideas-fuerza de mi libro es precisamente demostrar que existen formas más sociales, colaborativas e intencionales de practicar la inteligencia colectiva, y que la llamada “influencia social” no es una propiedad dañina per se, porque puede mejorar tanto el aprendizaje grupal como la calidad de las decisiones colectivas para ciertos tipos de retos. 

Uno de ellos es el de la gobernanza de bienes comunes y la gestión de asuntos que implican fuertes interdependencias. Esto me recuerda una animada conversación que tuve hace poco con un amigo por Twitter. Él me insistía en que el consenso no refleja inteligencia, y que la inteligencia está en el “outlier”, o sea, en el valor atípico, en las observaciones distantes del dato central que hacen personas que ven cosas que no perciben los demás. Me sorprendió que él no reconociera que también hay un comportamiento inteligente en la capacidad de un grupo para llegar a buenos consensos, ¡¡con lo útil (y difícil) que es eso!! Es verdad que el mundo, como él decía, “está plagado de historias de consensos erróneos”, incluso dramáticos. Pero, si nos fijamos bien, la humanidad ha sufrido mucho más por la falta de consenso en temas que los necesitaban o por dar por buenas ocurrencias de outliers sin legitimar.

La clave está en entender que, para ciertos tipos de retos, el consenso reduce el número de perdedores, y eso es algo socialmente deseable. Si el problema a resolver es común, colectivo, e implica fuertes interdependencias, buscar la síntesis (en vez del juego de suma-cero) nos lleva a soluciones con menos perdedores. El consenso no solo es más legítimo, sino que es más eficaz para implementar las decisiones tomadas. Y el proceso de llegar a él, o a algo parecido, ya tiene un valor. Saber ponerse de acuerdo, desde posturas discrepantes, es una muestra de inteligencia. Después, si el resultado es erróneo, se corrige. Ahí entran los sujetos anómalos y las opiniones minoritarias para afinarlo.  

Volviendo al experimento de las piezas de regaliz y de menta, vemos que la mayoría de los participantes disponía de suficiente información, o sea, era competente por sí mismo, para hacer la estimación. En el primer caso (regaliz), bastaba con que unos pocos estimaran bien, tuvieran clara la respuesta, y los demás respondieran “al boleo”, para que se superara la prueba con nota. En el segundo (menta), sin independencia, la deliberación introdujo un sesgo que afectó ese efecto estadístico, pero la clave es que deliberar sobre un reto como el de los tarros no aporta información nueva que ayude a mejorar la calidad del resultado, ni requiere una negociación para compartir las consecuencias de forma legítima. En un escenario así:¿Qué nueva información de valor puede aportar una deliberación en este caso concreto? ¿Qué coste colectivo implicaría en los participantes equivocar la estimación? Ninguno.

Así que si el desafío es sencillo, de tal manera que cada participante puede hacer la estimación a partir de la información que ya tiene, la deliberación no aporta valor y lo que hace es generar sesgos. Pero si el problema o desafío es tan complejo que la mayoría de los participantes no tienen suficiente información por sí mismos para responderlo correctamente, un proceso de deliberación (o sea, de “influencia social”) puede ayudar a diagnosticar y predecir mejor colectivamente. Si se evita la interacción, se estarían desaprovechando las sinergias que puedan aflorar de la diversidad cognitiva del grupo. Es evidente que la deliberación también introduce sesgos, pero su efecto positivo en estos casos es mayor que si se apelan a mecanismos meramente estadísticos.

En la misma línea de Surowiecki, un citado estudio de Jan Lorenz y su equipo de la Escuela Técnica de Zúrich, demostró que cuando las personas eran informadas de las estimaciones realizadas por otros, se producía una reducción significativa de la diversidad de opiniones castigando la capacidad predictiva del grupo. Pero aquí conviene preguntarse, otra vez, si una reducción de la diversidad es necesariamente mala cuando se da como resultado de una deliberación razonada, con argumentos, y no por el simple hecho de que unos copien sin criterio la opinión de otros. Por ejemplo, como dije antes, no es posible construir procesos de consenso en retos que demandan coordinación sin una “reducción de diversidad” que acerque posturas de forma saludable, y para eso hay que abrirse individualmente a la “influencia social”. Como se ve, importa mucho el tipo de desafío, y también cómo está diseñado el proceso de deliberación para que pueda aportar “nueva información” que facilite la decisión.

Esto último es relevante. La clave no está en si se producen influencias mutuas, ni es ese un defecto per se; sino en la calidad o naturaleza de las conversaciones que se produzcan colaborativamente. Si la interacción integra distintas perspectivas en igualdad de oportunidades, los debates (y las influencias) pueden ser tremendamente enriquecedores para el resultado final. La solución no es aislar a los participantes para evitar influencias, sino diseñar un contexto que atraiga a un colectivo diverso y ayude a ponerlos en contacto siguiendo unas reglas de interacción que maximicen el aprendizaje colectivo, y por lo tanto, minimicen efectos nocivos como el “pensamiento de grupo”, entre otros.       

Así que los que defienden la “independencia” (esto es, la no interacción) están en lo cierto cuando afirman que es el mecanismo que mejor incorpora la información que los miembros del grupo ya tienen porque cada uno utiliza la suya, y solo la suya; pero fallan al ignorar o despreciar la “nueva información” que se puede generar gracias a las sinergias de la deliberación colectiva. Si la que ya tienen es suficiente para resolver el reto, mejor que decidan sin mezclarse. Pero si es incompleta, la decisión puede mejorar con deliberación.

NOTA: La imagen de la entrada es del álbum de Geralt en Pixabay.com. Si te ha gustado el post, puedes suscribirte para recibir en tu buzón las siguientes entradas de este blog. Para eso solo tienes que introducir tu dirección de correo electrónico en el recuadro de “suscribirse por mail” que aparece en la esquina superior derecha de esta página. También puedes seguirme por Twitter o visitar mi blog personal: Blog de Amalio Rey.

Experto en lnteligencia Colectiva y creación de redes y ecosistemas de innovación. Se dedica al diseño de arquitecturas participativas y al escalado eficaz de estos procesos. Autor del Canvas del Liderazgo Innovador, facilita proyectos e imparte formación sobre Design Thinking, Inteligencia Colectiva, Hibridación, Co-Skills, Co-Creación, y Ecosistemas 2.0 para innovar. Lidera proyectos de Arquitectura de la Información, redacción-web y diseño de contenidos digitales sobre innovación. Twitter: @arey Blogs: www.amaliorey.com y https://www.bloginteligenciacolectiva.com/

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