La inteligencia colectiva se enriquece con la diversidad. Una de las razones principales por las que nos juntamos a hacer cosas junto/as es precisamente para aprovechar las sinergias que se dan entre diferentes. En la diversidad se encuentra el encaje entre piezas complementarias que permiten desatar resultados inesperados, esos efectos emergentes que hacen a la inteligencia colectiva un fenómeno tan fascinante.
Pero, qué tipo de diversidad nos vale y en qué grado. Pensando en los proyectos en que he participado, me pregunto: ¿añadir más es siempre positivo? ¿cuánta diversidad es manejable? ¿puede haber un punto a partir del cual sus efectos se tornen negativos? Las respuestas a estas cuestiones las encontramos en un atributo que llamaré “afinidad”, que hace un contrapeso sutil y determinante a la diversidad para que los proyectos colectivos sean viables.
La afinidad como contrapeso
Uso el término “afinidad” -no encontré ninguno mejor- para referirme a lo que impulsa al grupo a querer hacer cosas juntos cuando la inteligencia colectiva es intencional y demanda colaboración.
La afinidad permite que el posible desgaste o tensión que provoca la diversidad sea asumible. Visto así, no es el antónimo de diversidad sino su complementario. Suelo decir que actúa como fuerza centrípeta para compensar el efecto centrífugo que pueden producir en un grupo las diferencias por muy bien que estén gestionadas.
En términos prácticos, la afinidad es lo que Tom Atlee llama “commonalities”, y para conseguirla, el grupo debe ser capaz de acordar:
- un propósito o fin compartido
- un lenguaje común que haga viable la conversación
- unos límites claros que acuerda no traspasar
- una complicidad afectiva que impulse el deseo de hacer cosas junto/as.
En definitiva, un mínimo común denominador y unas reglas de juego compartidas.
Dos atributos en tensión paradójica
Parece claro que la inteligencia colectiva funciona mejor si la diversidad se combina con un cierto grado de afinidad. Una gestión adecuada de ese par dialectico resulta clave para energizar a los grupos. La segunda puede suponer un techo a la primera, pero al mismo tiempo enriquecerla al explicitar un espacio de creación compartida que libera la iniciativa al reducir la entropía de los procesos colectivos que son demasiado ambiguos.
La cuestión de tener un propósito o fin común es importante. María Hidalgo, CEO de Diseño Social, me propuso una fórmula sencilla y elegante de la inteligencia colectiva:
IC = Grado de diversidad en las inteligencias múltiples de los individuos (dividido por) Grado de diversidad en el objetivo individual frente al colectivo.
Esa ecuación nos dice que, tal como expliqué antes, la inteligencia colectiva tiende a aumentar con la diversidad de los perfiles de las personas que participan pero disminuye cuando hay demasiada dispersión de expectativas. Un escenario de discrepancias en el propósito resta impulso y no contribuye a sacar provecho de una diversidad saludable.
Cada situación es contingente pero si estamos de acuerdo con que conviene definir un propósito común, y el comportamiento del grupo indica que hay importantes diferencias, entonces sólo tenemos dos caminos: 1) llegar a acuerdos con las partes discrepantes para redefinir un propósito que les dé cabida, 2) solo si no funciona ese esfuerzo de inclusión, entonces aceptar que la viabilidad del proyecto colectivo pasa por perder diversidad, o sea, dejar fuera a aquellos que no encajan.
Paradójicamente, acordar códigos o principios no-negociables es fundamental para liberar la iniciativa. Sin ese marco estable es difícil ser flexibles y por eso parte del trabajo consiste en definir los límites que no se traspasan. Por ejemplo, para impulsar el cambio a menudo conviene dejar claro qué no se quiere cambiar porque eso aporta confianza.
Cuidar la afinidad permite conseguir un grado de eficiencia en los procesos colectivos que sea sostenible para el grupo. Me gusta decir que mientras que la diversidad aporta personas “interesantes”, la afinidad lo hace atrayendo a las realmente “interesadas”, porque esos commonalities forjan una complicidad que aumenta la implicación.
La falta de afinidad tiene un impacto más grave en los colectivos orientados a la acción, en los proyectos con impacto donde hay expectativas en torno a resultados. En ellos, parece haber un “grado correcto de diversidad” (el que fija la afinidad) que si se traspasa, nos metemos en problemas, porque los costes para forjar consensos o agregar preferencias exceden los beneficios de disponer de perspectivas diversas. Llegados a ese punto, la viabilidad empieza a importar más que la diversidad.
Praxis común, según Nielsen
En la construcción de esa afinidad colectiva hay un elemento singular que explica muy bien Michael Nielsen, en su libro Reinventing Discovery, cuando insiste en que “para que funcione la inteligencia colectiva, los participantes deben aceptar un cuerpo (código) común de métodos para razonar”. A esto le llama “common praxis”, o sea, al hecho de que haya referentes compartidos sobre lo que es correcto/incorrecto.
Sin ese marco de convergencia el grupo será incapaz de saber si consigue progresos en la solución del reto. Tanta ambigüedad produce parálisis o un desgaste insostenible. En cambio, cuando hay premisas comunes de evaluación, las evidencias y argumentos valen para el juego de la agregación, porque hay al menos un acuerdo de mínimos que permite reconocerlos como tales.
Para aterrizar más estas ideas, traigo tres ejemplos que ilustran muy bien el delicado balance que se da entre diversidad y afinidad en los ejercicios colectivos.
Mae Tyme y Annie Sprinkle: ¿el diálogo imposible?
Mae Tyme, feminista anti-pornografía, y Annie Sprinkle, pornostar convertida en artista y sexóloga, tuvieron en 2000 una amena conversación pública sobre la pornografía, en la web de Sprinkle. A pesar de las diferencias que se percibían de partida, dos personas con posturas totalmente contrapuestas sobre el tema pudieron tener un diálogo respetuoso y enriquecedor en el que, según reconocieron, las dos aprendieron.
Aplicando la lógica que plantee antes, cabe preguntarse cuáles eran los puntos de “afinidad” que hicieron viable ese ejercicio colectivo entre personas tan diferentes. David Weinberger, que relata el hecho, identifica los “commonalities” que lo explican: 1) ambas eran feministas que habían estructurado sus vidas en torno a unos valores similares. 2) usaban un lenguaje, un vocabulario común y compartido, que no necesitaba empezar definiendo cada una de las palabras antes de poder conversar, 3) ninguna de las dos pretendía cambiar a la otra ni buscaba ser la ganadora, 4) Asumieron la conversación sólo como un espacio de exploración de puntos de vista alternativos.
Éste último punto es relevante. No es lo mismo un dialogo para “explorar” que uno en el que las partes tienen que llegar a un acuerdo en torno a los aspectos prácticos de una decisión sobre, por ejemplo, políticas públicas. Si hay que tomar decisiones de impacto, diferencias profundas podrían condicionar bastante la posibilidad de ponerse de acuerdo.
Veamos ahora dos ejemplos deliciosos, que traigo del cine, en los sí hizo falta un nivel de acuerdo entre diferentes que trasciende al reflexivo, por ser iniciativas de acción colectiva.
Pride (orgullo) (“La manifestación”)
Esta comedia dramática, estrenada en 2014 y dirigida por Matthew Warchus, es un bonito ejemplo de cómo se puede gestionar una fuerte diversidad identitaria a partir del compromiso en torno a un propósito compartido que aporta afinidad. Aquí tienes un tráiler de la película, que cuenta un hecho real que se produjo en verano de 1984, cuando el Sindicato Nacional de Mineros convocó a una huelga siendo Margaret Thatcher la mano de hierro que gobernaba el Reino Unido.
El film captura la historia, improbable entonces pero cierta, de la solidaridad que se produce entre dos grupos totalmente diferentes, que consiguen superar prejuicios y desconfianzas mutuas. Durante la manifestación del Orgullo Gay en Londres, un grupo de gais y lesbianas decidió recaudar fondos para ayudar a las familias de los mineros, pero el sindicato no aceptó el dinero. El grupo acordó ponerse en contacto directo con los mineros desplazándose a un pequeño pueblo de Gales. Empieza así lo que se convertiría en la campaña Lesbians and Gays Support the Miners, una curiosa historia de dos comunidades dispares que se unen por una causa común, cuya solidaridad se extendió a varias regiones del país.
En aquel entonces, los sectores conservadores se referían a la comunidad homosexual como “pervertidos”, pero esta se apropió en positivo de la etiqueta, organizando “Pits and Perverts” (Canteras y Pervertidos) un festival en beneficio de los huelguistas en un club del barrio de Camden en Londres, que consiguió recaudar una suma significativa de dinero que fue destinada a las familias de los mineros en huelga. En la última escena de la película, que nos transporta a la marcha Pride del año 1985, se ven a cientos de mineros y sus familias llegar en autobuses para hacerse presentes en la manifestación que, a pedido de los organizadores, la encabezan.
Cuenta Memorias de Nómada en un magnífico artículo reseñando la intrahistoria que hay detrás de la película, que lo más emocionante pasó después de la marcha gay de 1985 (el punto final del filme), cuando en una reunión del Partido Laborista de ese mismo año, en Bournemouth, se decidió por primera vez apoyar a la igualdad de derechos para personas LGTB gracias al bloque de votos a favor del sindicato de mineros.
La estrategia del caracol
Esta es una película colombiana de 1993, dirigida por el cineasta y director Sergio Cabrera, que retrata magistralmente al pueblo macondiano de García Márquez y el realismo mágico latinoamericano (aquí tienes un tráiler del film). La obra es una comedia-drama y un relato de ficción sobre la libertad y la solidaridad, que está inspirada en un hecho real.
Los inquilinos, de muy bajos ingresos, en un edificio de Bogotá, amenazados por el desahucio de sus viviendas y la imposibilidad de revertirlo, se unen para la construcción de una alta torre de madera, a un par de calles de distancia, a la que deciden trasladar -a escondidas- todo el material interior del inmueble con el fin dejarlo totalmente vacío e inhabitable a la llegada del avaricioso propietario. Cien personas consiguen, trabajando en equipo, “llevarse sus casas” sin que nadie de fuera lo sepa.
Pese a las notables diferencias sociales e ideológicas que había entre los vecinos, todos se unen en torno un mismo objetivo y estrategia. Eso no se consigue desde el principio, sino que es algo que va evolucionando a largo del desarrollo de la historia. Como bien explica este artículo de Martín Agudelo: “Creyentes y no creyentes, el revolucionario, el ladrón, el travestido, el enfermo y su esposa acompañante, la fiel devota, el sacerdote, entre otros, se unirán buscando un propósito común: que el plan de trasladar la casa se lleve a cabo”. Cada cual aportó a la estrategia, dentro de esa diversidad, aquello para lo que tenía las capacidades más adecuadas.
Ese plan no les sirvió para revertir la situación y seguir viviendo en la Casa Uribe —el resultado óptimo desde el punto de vista de la eficacia—, pero su objetivo era otro: recuperar la dignidad y darle una lección colectiva —mediante la burla y la ironía— al especulador que se quedaba con el inmueble. El grupo se demostró a sí mismo que era capaz de conseguir algo asombroso y reforzó así su autoestima colectiva, que serviría para reparar las maltrechas autoestimas individuales, y al tiempo que logró amargarles el premio a los poderosos, que se encontraron un edifico totalmente vacío por dentro, como un decorado.
Los dos últimos ejemplos demuestran la importancia de cuidar el componente afectivo para que un grupo tan diverso amalgame. Y también, que a veces la afinidad parece al principio un imposible pero que después se puede construir a base de reconocerse trabajando juntos. Si existen intereses comunes latentes (en ambos casos, los participantes eran colectivos marginados), es posible aflorarlos y visibilizarlos si los diferentes se abren de verdad, sin prejuicios, al mutuo descubrimiento.
NOTA: La imagen es de Stux en Pixabay.com. Si te ha gustado el post, puedes suscribirte para recibir en tu buzón las siguientes entradas de este blog. Para eso solo tienes que introducir tu dirección de correo electrónico en el recuadro de “suscribirse por mail” que aparece en la esquina superior derecha de esta página. También puedes seguirme por Twitter o visitar mi blog personal: Blog de Amalio Rey.